Recibí
la calificación y un peso me descendió sobre el estómago. El lujo de un buen
estudiante quizá, una vana e innecesaria ambición, pero recibir esa
calificación, habiendo esperado otra, más alta, cayó dentro de mí como el
remordimiento en el que la cólera se instala, sorda y con su hiel. El trabajo –
ingenuidad arpía – había sido infalible: los reportes, perfectos; el examen,
correcto, dentro de lo que cabe esperarse en este criterio ajeno. Ciertamente
ajeno.
Recorrer
las páginas marcadas con mi caligrafía y esos símbolos del error inequívocos,
indolentes, terminales, repasó los surcos de mi estómago con malsana
insistencia. Las razones con que el tutor despejó el colapso de mi puntaje
terminaron por congregarse en un timbre plano, sonidos de un lenguaje incapaz
de conjugar explicaciones. Sus ejemplos se desgranaban en exactitudes que me
son esquivas, extrañas y que me hablaban de una sola incomprensión. En esta
novedad de ciudad, de idioma, de cultura, pasados la ilusión y el asombro, la
magnitud de un desencuentro permanece.
No
en vano se me cae y se me quiebra el humor frente a interlocutores impasibles;
o me hiere una intención expresada con demasiada fuerza, el celo de un
individualismo; o la previsión excesiva me hastía una precariedad que no conocía y que me enorgullece y
me identifica. Patrones de conducta que alínean a la gente como a soldados
serviles de una lógica perfecta y antihumana, me espantan el entendimiento.
¿Dónde quedaron las tardes acaloradas y en la sombra, la exuberancia
derrochada, los mangos que se pudren en el suelo?
Y
este idioma, este cerrado idioma.
Nadie
me obligó a venir, es cierto. Nadie me obligó a salir. Bebe también tragos
amargos el que calma su sed por descubrir el mundo.