16 de julio de 2013

La magnitud de un desencuentro

Recibí la calificación y un peso me descendió sobre el estómago. El lujo de un buen estudiante quizá, una vana e innecesaria ambición, pero recibir esa calificación, habiendo esperado otra, más alta, cayó dentro de mí como el remordimiento en el que la cólera se instala, sorda y con su hiel. El trabajo – ingenuidad arpía – había sido infalible: los reportes, perfectos; el examen, correcto, dentro de lo que cabe esperarse en este criterio ajeno. Ciertamente ajeno.

Recorrer las páginas marcadas con mi caligrafía y esos símbolos del error inequívocos, indolentes, terminales, repasó los surcos de mi estómago con malsana insistencia. Las razones con que el tutor despejó el colapso de mi puntaje terminaron por congregarse en un timbre plano, sonidos de un lenguaje incapaz de conjugar explicaciones. Sus ejemplos se desgranaban en exactitudes que me son esquivas, extrañas y que me hablaban de una sola incomprensión. En esta novedad de ciudad, de idioma, de cultura, pasados la ilusión y el asombro, la magnitud de un desencuentro permanece.

No en vano se me cae y se me quiebra el humor frente a interlocutores impasibles; o me hiere una intención expresada con demasiada fuerza, el celo de un individualismo; o la previsión excesiva me hastía una precariedad que no conocía y que me enorgullece y me identifica. Patrones de conducta que alínean a la gente como a soldados serviles de una lógica perfecta y antihumana, me espantan el entendimiento. ¿Dónde quedaron las tardes acaloradas y en la sombra, la exuberancia derrochada, los mangos que se pudren en el suelo?

Y este idioma, este cerrado idioma.

Nadie me obligó a venir, es cierto. Nadie me obligó a salir. Bebe también tragos amargos el que calma su sed por descubrir el mundo.