10 de febrero de 2014

Hipocondría

Una debilidad se ha asentado
en mi torso, a la derecha,
pulsante e imprecisa.
Tengo memoria de ella
desde hace al menos tres años.
Leve primero,
fricción entre dos vísceras,
hoy se ha establecido
innegable en la oscuridad de su misterio
para regar mi sangre
con chispas de pánico.

La cordura sofoca
el connato de una desesperación,
cimentada en cálculos pasados
en una vesícula extraída
en ecos que devuelven
la forma del hígado perfecta.
Pero el azar de una pregunta
conecta dos síntomas
de un mismo algo
y torna la certeza en una grieta:
“¿hay dolor en la espalda?”

El prospecto del mal
contemplado en un momento de silencio
troca en filo el desafío
compromete la robustez
de lo que me sostiene,
el temple de un costado sano,
los huesos y la piel en que resido
y la incomunicación de un nuevo idioma
una ciudad desconocida
los turnos de trabajo
que se adentran en la noche
son ahora golpes de tambor
sobre un cuero que quizá no los resiste.

La noción del mal
trastoca las dimensiones de las cosas
y una excursión largamente prometida,
la amistad improbable,
los tesoros fortuitos del contacto,
exhiben su verdadera magnitud
en la fatídica luz que los envuelve.

La confianza en la temprana edad
– o la temprana edad de la confianza –
restituye la trayectoria del futuro,
el vigor juvenil,
la certeza del paso de los días.
Pero una debilidad se ha asentado
innegable en la oscuridad de su misterio.