17 de noviembre de 2010

Elegía para Manuel

Porque tu muerte me ha despojado de todo,
porque últimamente recuerdo sólo lo que aprendí de ti,
porque a donde miro las cosas me devuelven tu nombre,
tu cara, tu casa,
a las personas a quiénes conocí por ti,
a los lugares que visitamos en Oriente,
la geografía que tu aventura me hizo descubrir,
ríos, llanuras, yacimientos,
el petróleo maldito que nos cambia la vida,
el amor por la tierra y la identidad en silencio,
sin palabras de afecto,
cerrado el sentimiento en la enseñanza;

porque el ingenio del mundo
ha perdido en ti la inteligencia;

porque los años que se escapan
han interrumpido el recuerdo
y la memoria es un limbo;

porque una parte de mi
quedó enterrada contigo;

el niño pequeño que volví a ser
el día de tu muerte
llora desconsoladamente.

30 de octubre de 2010

Acerca del Miss Venezuela

Quiero decir, primero que nada, que Stefanía Fernández me parece una mujer espectacular. Elegante, delicada, femenina, una mujer a quién alcanza la belleza así, en pocas palabras. Que lo ha tenido que hacer muy bien en el concurso del Miss Universo cuando ganó, dándole a Venezuela una segunda corona consecutiva. Y que doy valor a ese mérito.

Establezco esto porque no quiero que esta nota sea interpretada como un ataque al Miss Venezuela, esa tradición tan arraigada en la memoria y el orgullo de los venezolanos. Pero sí quiero que pensemos por qué el Miss Venezuela da tanto de qué hablar; ¿por qué lo valoramos tanto?; ¿qué nos aporta este certamen, estos éxitos?

Desde que hay televisión en Venezuela, las modelos venezolanas se han congregado en el Miss Venezuela para concursar por una nominación que las lleve a los concursos internacionales. Todos los años acude una al certamen mundial (o universal, la verdad es que nunca entendí el propósito de esa designación) para medirse con modelos de otros países y optar por una corona de belleza. Como si la belleza, ese objeto intangible de la obsesión humana, individual y subjetivo, pudiera medirse en galas de desfiles y vestidos, en desdén de la pintura y la poesía y todas esas formas tan nobles del arte. En más de una ocasión Venezuela ha tenido éxito, sus modelos han lucido esa corona y han recorrido el mundo, recogiendo la admiración de la gente y el orgullo de los venezolanos.

El Miss Venezuela es otro lugar común en nuestra memoria colectiva. Ha sido quizá coincidencia que el deterioro de las instituciones en los últimos años haya encontrado un desempeño sostenido y cada vez más exitoso de las modelos nacionales en estos certámenes. No creo que ambas cosas estén relacionadas por sí solas, pero sí creo que hay algo en nuestra conducta que las une. En la medida en que ha avanzado el colapso de nuestro sistema y que la corrupción ha socavado sus valores, ha crecido nuestra desconfianza y se nos ha minado el autoestima. Los años han pasado y nos hemos visto incapaces de articular un cambio, de frenar nuestro camino hacia la ruina. El éxito se ha vuelto inalcanzable, un concepto ajeno. En medio de esta oscura crisis de amor propio, Maritza Sayalero ha brillado intensamente. Y nos hemos aferrado a ella, perdiendo la memoria en medio del fracaso, banalizándonos quizá la identidad.

Sin razón alguna. Este país fue cuna del escritor que dio a la lengua castellana una identidad americana. Aquí han nacido pintores de gran renombre, pianistas insignes. Juan Antonio Pérez Bonalde era venezolano y escribió sobre Venezuela sus mejores poemas. Caracciolo Parra Pérez, también venezolano, fue instrumental en la creación de la Organización de las Naciones Unidas. Los venezolanos escogieron en 1947 a un intelectual universal, Rómulo Gallegos, como presidente de la República; y lo hicieron en una elección libre y democrática. Nuestros artistas han hecho del mundo su lugar de residencia, como lo han hecho también nuestros hombres y mujeres de ciencia, de ingeniería, de derecho. No hace falta demasiada memoria para rescatar el autoestima.

Quiero insistir en que juzgar y rechazar al Miss Venezuela me parece equivocado. No puedo evitar sentir satisfacción cuando tengo noticia de que una de nuestras modelos se coronó de nuevo y que Venezuela ensancha así su palmarés. Pero las cosas con su justa perspectiva: no es ése el éxito que estamos buscando. Felicidades a las "misses", pero el ser bella no debe ser en sí mismo una realización personal. Deben aspirarse y alcanzarse otras cosas, más cosas. Y si esto es cierto para nuestras modelos, lo es aún más para nosotros colectivamente. No podemos darle a Stefanía Fernández y a Gustavo Dudamel el mismo espacio en los periódicos.

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¿Y por qué se llama "Miss" Venezuela? ¿No debería llamarse Señorita Venezuela? ¿Qué no tenemos suficiente peso en el certamen como para honrar la identidad y hacerle justicia al lenguaje?

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http://www.youtube.com/watch?v=5YJQuIxijl4

1 de septiembre de 2010

Lo que nos deja Franklin Brito

Hace algunos meses me enviaron por correo la dirección de una página en internet que hacía pública una petición a Franklin Brito para que depusiera su huelga de hambre. El correo me exhortaba a firmar la petición, para persuadir a Brito de una protesta que parecía condenarlo. Lo pensé poco y decidí no firmar. Aunque pienso, como muchos otros, que nada vale tanto como la vida de un hombre, no me sentía en posición de pedirle a Brito nada, mucho menos que abandonara su huelga. Yo no he perdido nada. A mí no me han insultado, no me han encerrado en ningún hospital. Más aún, ¿con qué podía yo compensar a Brito para que dejara de reclamar esas tierras? Con nada.

Algo está muy mal cuando una persona es conducida a un último recurso; cuando no hay otra alternativa que la transgresión y la violencia, incluso si el objeto de éstas dos, crímenes al fin, es el cuerpo propio. La muerte de Brito nos divide, nos cuesta aceptar que fuera ése su último recurso; que a eso hemos llegado, que en ese país vivimos. Pienso en él y trato de buscar alguna salida que evitara su muerte; infiero incluso (quién sabe si le falto el respeto) que fue la rabia de la injusticia y no la fuerza de la necesidad la que lo llevó hasta las últimas consecuencias de su hambre. Pero sé que me equivoco.

Esta noche entiendo su muerte como una conclusión fatídica que no ha sorprendido a nadie. Lamento muchísimo que Brito haya muerto, pero lamento más todo lo que ha arrastrado consigo esa nefasta conclusión: Venezuela es un país en el que las decisiones políticas tienen más valor que los seres humanos. Que el socialismo, y todo lo que se le opone, tienen a un concepto por encima de la vida de un hombre. Que los derechos aquí cuestan sangre. Y hambre. Que el abandono es el orden del día.

Quién sabe si Brito tomaría la decisión de morir por no querer vivir en un país tan injusto. Siento pena por él, pero siento más pena por nosotros: Brito no tiene que vivir en el país que ve morir a uno de los suyos de hambre y por convicción, y que se inhibe por una negligencia generalizada y homicida.

17 de junio de 2010

El Pico Oriental

El tráfico me atrapó en una avenida de Caracas en dirección al Norte, hacia el Ávila. El cielo estaba despejado, se veía muy clara la montaña. Una camioneta avanzaba frente a mí, hacia adelante; la cola se movía muy lento. Detallé las calcomanías en su puerta trasera. Un emblema de Cristo llamó mi atención, sin sorpresa. Era ese símbolo con forma de pescado tan popular, un ícono del Evangelio. Levanté la mirada y di con el Pico Oriental. Me pareció incrédulo el Pico, erguido por encima de todo, incapaz de entender ni de creer. La ciudad se despojó por un momento del concreto y del asfalto, de todo el prodigio de modernidad que aliena el paisaje. Imaginé la Cordillera de la Costa desnuda y sin nombre castellano, un secreto bien guardado del Nuevo Mundo. Pensé en los pueblos indígenas que vivían aquí, que cazaban y recolectaban, que mantenían sus jerarquías, sus dogmas propios. Pensé luego en España, en la civilización y en la cruz; en Diego de Losada, en cómo encontraría este lugar hace cuatrocientos y tantos años, virgen y perfecto. Qué buena decisión tomó fundando aquí una ciudad; sabría sin duda que estaba fundando una capital. La capital de la América Española quizá. Una parte de España que el Rey no visitaría nunca, ajena del imperio al que obedece. Seguía incrédulo el Pico, con un gesto que era casi un testimonio. Había cambiado de raza, de religión, de amo; o había visto esos cambios más bien, los cambios del hombre sobre el hombre. Un balance riguroso no mostraría demasiado progreso. No hay nada esencialmente distinto entre el nativo que venera y el chofer que conduce; nombres y figuras, si algo. Nos une una mística que responde a la vieja inquietud humana de sentirse aterrado y protegido al mismo tiempo, de entenderse en razones que no son razones, de creerse menos solo.

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La religión es sólo un rubro, como lo son la igualdad y la vida incluso: cada año y por cada mujer entre veinte y veinticuatro años que muere en Caracas, mueren seis (casi siete) hombres de la misma edad. Quisiera poder comparar estas cifras con cifras del siglo XVI; la modernidad probablemente tendría su saldo en números rojos.

Quizá el balance de nuestra presencia en esta tierra es negativo, después de todo.

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Buen día, señor Ávila.
¿Leyó la prensa ya?
¡Oh, no!... No se moleste:
siga usted viendo el mar,
es decir, continúe
leyendo usted en paz
en vez de los periódicos
el libro de Simbad.
¿Se extraña de la imagen?
Es muy profesional.
¿O es que es obligatorio
llamarlo a usted Sultán
y siempre de Odalisca
tratar a la ciudad?
¡Por Dios, señor, ya Persia
no lee a Omar Khayyám,
y en vez de Syro es Marden
quien manda en el Irán!

Cambiemos, pues, el tropo
por algo más actual:
digamos, por ejemplo,
que usted, pese a su edad
y pese a que en un ojo
tiene una nube (o más),
es un lector celeste
y espléndido, ante el cual
como un gran diario abierto
se tiende la ciudad.
¿Se fija usted? La imagen
no está del todo mal...
¿Que le ha gustado? ¡Gracias!
Volvamos a empezar.

Buen día, señor Ávila,
¿Leyó la prensa ya?
¿Se enteró de que pronto
con un tren de jugar
su solapa de flores
le condecorarán?
¡Oh, no! ¡No, no! No llore,
¿Por qué tomarlo a mal?
Será, se lo aseguro,
un tren de navidad
con el que usted, si quiere,
podrá también jugar.
Serán, sencillamente,
seis cuentas de collar
trepándose en su barba
de viejo capitán.
Tendrá el domingo entonces
un aire de bazar
con sus colgantes cajas
de música que van
de la ciudad al cielo,
del cielo a la ciudad.
¡Adiós, adiós! Los niños
le dirán al pasar
y el niño sube-y-baja
tal vez le cantarán:
usted dormido abajo
refunfuñando: - Bah...!
y arriba los viajeros
cantando el pío-pa.

¿Pero por qué solloza,
si nada le ocurrirá?
¿Le asusta que las kodaks
aprendan a volar?
¿O dígame, es que teme,
¡mi pobre capitán!
que novios y turistas
se puedan propasar
y como a un conde ruso
lo tomen de barmán?
¿Es eso lo que teme?
¡Pues no faltaba más...!
¡Usted de cantinero...!
¡Qué cómico será!
¡Usted, que más que conde
fue en tiempos un Sultán.
Con una nube en el brazo
diciendo: - Oui, madame,
en tanto que la triste
luna de Galipán
le sirve de bandeja
para ofrecer champán...!

Buen día, señor Ávila,
me voy a retirar.
Saludos a San Pedro
y a los hermanos Wright.
(El Ávila lloraba,
llovía en la ciudad).

"Buenos días al Ávila" en Humor y Amor (1970), Aquiles Nazoa

7 de mayo de 2010

Yo no quiero una Sexta República

En la entrada del túnel de La Trinidad, sobre las defensas del hombrillo, hay un grafiti que dice: "ni que fueras chavista: no te colees!", firmado por una tal "Sexta República". El mismo grafiti se repite en la calle que baja de El Hatillo. Es uno de esos grafitis preparados con molde, de modo que quede uniforme el mensaje, las letras legibles y equidistantes, el contenido inequívoco, sobre el concreto. Otra forma más del extremismo que nos anticipa un futuro de confrontación inevitable.



Esta "Sexta República" no tiene memoria. Escribe mensajes en las autopistas caraqueñas, invocando unos códigos de civismo que tienen once años de edad. Nos hace creer que la palabra chavista es inherente a la palabra incorrecto, que todo partidario del Gobierno fomenta el desorden y socava la convivencia. Se olvida de que la gente maneja por el hombrillo desde que el hombrillo existe, congestionando inevitablemente la entrada del túnel de La Trinidad; de que se hacía eso mucho antes de que existiera el Chavismo, como el gesto ventajista e irracional que no es, tristemente, la excepción sino la regla.

La descalificación que se desprende del mensaje de la "Sexta República" tiene su origen en la propia descalificación oficialista. Desde el comienzo, Chávez ha hecho del desprecio la piedra angular de su discurso. El insulto ha sido el instrumento de comunicación del Gobierno más idóneo, y el anticipo a la violación sistemática de la ley que lo distingue. De ahí a que toda violación de la ley se asocie con el Gobierno, en un ejercicio de generalización equivocado: no es el irrespeto de la ley un patrón exclusivo al oficialismo y, sobre todo, no se es chavista porque se irrespete la ley.

Hemos encontrado, en la conducta más aberrante del Gobierno, la razón que justifica la respuesta más violenta. Aquéllo de nosotros que está más cerca de la reacción, del impulso. Pero nunca he pensado en mi propia conducta como el efecto de otro, y tengo como incorrecto el que aquélla no sea más que la rutina de la contestación y del rechazo. Mensajes como el de la "Sexta República" hacen aquí concesiones, y pierden así validez los principios.

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Hace unos meses leí una frase que me impresionó, y que asocio frecuentemente con cierta necesidad de nuestra sociedad que me parece cada vez más evidente: "La race humaine a peut-être besoin du bain de sang et du passage périodique dans la fosse funèbre" - "La raza humana necesita quizá del baño de sangre y del pasaje periódico por la fosa fúnebre" (Yourcenar, 1951). No quiero adelantar proyecciones fatídicas, pero cada vez que doy con mensajes como el de la "Sexta República" o escucho ciertos programas de televisión del oficialismo, no puedo evitar pensar que este país tiene que arder.

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De modo que no quiero esa "Sexta República". No le encuentro nada innovador a su mensaje. La palabra reinvención me enferma directamente.

10 de marzo de 2010

Pesimismo

A veces tengo la impresión de que todo lo bueno de este mundo es el producto de un esfuerzo sin tregua, de un par de manos y de brazos que se esfuerzan por impedir que una tela, la barbarie, todo lo que hay de negativo e irracional en las emociones humanas los sofoque, alzándola, extendiéndola, atajándola constantemente, defendiendo a pulso cada cuota de espacio, de aire.

13 de febrero de 2010

Discurso de grado - 12.03.2010

En Septiembre del año pasado, saliendo de la Universidad, me conseguí a un estudiante de la cohorte 2009 pidiendo la cola para bajar a su casa. Eran las siete de la noche, pasadas, y el tráfico apenas se movía, como es costumbre. Este muchacho estaba parado en la entrada de la Universidad, afuera del recinto, del lado izquierdo; estaba pidiendo la cola donde no era. Le pregunté adónde iba y me respondió, con timidez, que vivía más allá de El Placer. Le ofrecí entonces dejarlo en su casa.

Cuando me dijo que formaba parte de la cohorte '09 y que ésa era su primera semana en la Universidad, pensé que ésa era la cola más simbólica que había dado en cinco años de carrera. Un estudiante del último trimestre y uno del primero, estancados en el tráfico de la Simón Bolívar, haciendo un retrato momentáneo de la vida universitaria. En el trayecto hasta su casa conversamos precisamente de eso. Me contó que venía de El Tigre y que hacía menos de dos semanas que había llegado a Caracas; yo le conté que me graduaría en Febrero, si todo salía bien. Me pidió consejos. Le indiqué dónde se acostumbra a pedir la cola en la Universidad. Le hablé de las agrupaciones estudiantiles, del Programa de Intercambio de Estudiantes; le dije que podía hacerlo todo. Que somos estudiantes afortunados. Ya habíamos llegado a su casa y nos despedimos. No lo volví a ver después.

Un cuadro parecido tuve con mi Papá, también por esos días. Una tarde, sentados en la sala de la casa, me comentó satisfecho que lo habían jubilado finalmente del último cargo público que ocupaba; que la deuda con el país, si existía una, había quedado saldada. Mi Mamá termina también su ciclo: su jubilación es un trámite en curso. Y se completa así la escena de una generación que releva a la otra. Nosotros, mi hermana y yo, ambos graduandos este día, damos continuidad a la vida profesional de una familia. Y es el caso de nosotros el caso de muchos graduandos en este auditorio.

Esa continuidad es algo extraordinario. Pero es aún más extraordinario cuando surge un profesional de una familia que no lo ha sido; cuando se opera un salto, una generación que trasciende el alcance de otra, el hijo que anula los límites del padre. Cuando mi Abuela vino de España en los años cincuenta, no sabía leer ni escribir. En Caracas y con la ayuda de mi Papá, aprendió; pero nunca terminaría el bachillerato. Los padres de mi Mamá tampoco fueron profesionales. Y hoy, no obstante, estamos aquí, sentados junto a familias cuyas historias, estoy seguro, son muy parecidas. En tres generaciones nos hemos superado. Felicidades.

En tres generaciones hemos visto muchos cambios, también. De estar suprimidos por un liderazgo militar retrógrado, pasamos a gozar de libertades y privilegios que no supimos administrar y que no tardaron en cambiarse por corrupción e insolvencia. El punto más bajo de esta crisis institucional ve una revuelta popular y dos intentos de golpe de Estado: después de reinventarse, el país parecía haber colapsado. El precedente de lo que cambiaría la democracia establecida, había tenido lugar.

En 1992, José Ignacio Cabrujas escribiría en el Diario de Caracas: "Poco pueblo hubo esa madrugada (…) Nada que ver con mi memoria de aquellos días durante la asonada de Castro León, hace (…) tantos años, cuando tanta gente fue a matarse a las puertas de Miraflores. Entonces, la democracia era una razón de vida y no este apoyo desganado, extraído con cuentagotas, al borde de la indiferencia".

Diría que sólo recientemente hemos entendido el valor de lo que está perdido; que ha sido en los últimos cuatro años que nuestra lucha ha reivindicado los valores y los métodos correctos. En sus cuarenta años, la Universidad Simón Bolívar nunca estuvo tan involucrada en lides políticas; y su voz y su voto, ahora, se han añadido a los de otras universidades y otros sectores cuyo reclamo es el mismo.

Quedan lecciones por aprender, no obstante. Hemos perdido la reacción ante la muerte: en 2008 ocurrieron en Venezuela 13.944 homicidios. Trece mil novecientos cuarenta y cuatro; hablando de muertes, ese número nos es tan ajeno como catorce o quince o veinte mil. Es frecuente que, en Caracas, se maten a cincuenta personas en un solo fin de semana; que se maten a menores de edad, por accidente. Y que no se hable de esto, como si la vida fuese un tema de menor importancia. Otros problemas han ocupado nuestra agenda; la inseguridad no es nuestra primera bandera y debe serlo, porque tolerar una cifra de muertes tan absurda nos hace también responsables.

Distinguida audiencia,

Al egresar de la Universidad y dar comienzo a una vida independiente, es ésta la situación que estamos encarando. Es difícil tomar la decisión de quedarse en un país en el que temas tan prioritarios como la inseguridad y la violencia reciben una atención tan precaria. Familias venezolanas alientan a sus hijos a que emigren; parejas de venezolanos toman la decisión de formar a sus familias en el extranjero, buscando mejores condiciones de vida. Y, sin embargo, ¿cómo se construye un país sin nuevos profesionales? ¿A qué cambio puede aspirar una sociedad carente de relevo? La respuesta a estas preguntas da con una contradicción que sólo resuelve alguna forma de sacrificio; y está en nosotros decidir dónde recae.

De modo que son éstas las decisiones que nos están esperando.

Compañeros,

Ánimo.

Si de alguien he aprendido en los últimos años, ha sido de ustedes. Escuchar hablar de ciencia a un docente en un salón de clases, es una oportunidad valiosa; aprender esos conceptos gracias a alguna explicación iluminada entre nosotros, tuvo más significado para mí. Con ustedes fui testigo de cómo un oficio y una vocación se conectan; de cómo puede darse ese prodigio fortuito en que alguien encuentra y hace lo que ama. Eso me ha servido de ejemplo, ha mantenido vivas ciertas aspiraciones individuales. A quiénes lo alcanzaron, mis felicitaciones con el corazón abierto; a quiénes lo siguen buscando todavía, mis palabras de esperanza más sinceras. Estoy convencido de que somos capaces de grandes cosas. Y sean cuáles sean nuestras decisiones de ahora en adelante, el éxito ya es algo tangible; demos entonces el salto: reinventemos esa continuidad en un nivel mucho más alto.