13 de febrero de 2010

Discurso de grado - 12.03.2010

En Septiembre del año pasado, saliendo de la Universidad, me conseguí a un estudiante de la cohorte 2009 pidiendo la cola para bajar a su casa. Eran las siete de la noche, pasadas, y el tráfico apenas se movía, como es costumbre. Este muchacho estaba parado en la entrada de la Universidad, afuera del recinto, del lado izquierdo; estaba pidiendo la cola donde no era. Le pregunté adónde iba y me respondió, con timidez, que vivía más allá de El Placer. Le ofrecí entonces dejarlo en su casa.

Cuando me dijo que formaba parte de la cohorte '09 y que ésa era su primera semana en la Universidad, pensé que ésa era la cola más simbólica que había dado en cinco años de carrera. Un estudiante del último trimestre y uno del primero, estancados en el tráfico de la Simón Bolívar, haciendo un retrato momentáneo de la vida universitaria. En el trayecto hasta su casa conversamos precisamente de eso. Me contó que venía de El Tigre y que hacía menos de dos semanas que había llegado a Caracas; yo le conté que me graduaría en Febrero, si todo salía bien. Me pidió consejos. Le indiqué dónde se acostumbra a pedir la cola en la Universidad. Le hablé de las agrupaciones estudiantiles, del Programa de Intercambio de Estudiantes; le dije que podía hacerlo todo. Que somos estudiantes afortunados. Ya habíamos llegado a su casa y nos despedimos. No lo volví a ver después.

Un cuadro parecido tuve con mi Papá, también por esos días. Una tarde, sentados en la sala de la casa, me comentó satisfecho que lo habían jubilado finalmente del último cargo público que ocupaba; que la deuda con el país, si existía una, había quedado saldada. Mi Mamá termina también su ciclo: su jubilación es un trámite en curso. Y se completa así la escena de una generación que releva a la otra. Nosotros, mi hermana y yo, ambos graduandos este día, damos continuidad a la vida profesional de una familia. Y es el caso de nosotros el caso de muchos graduandos en este auditorio.

Esa continuidad es algo extraordinario. Pero es aún más extraordinario cuando surge un profesional de una familia que no lo ha sido; cuando se opera un salto, una generación que trasciende el alcance de otra, el hijo que anula los límites del padre. Cuando mi Abuela vino de España en los años cincuenta, no sabía leer ni escribir. En Caracas y con la ayuda de mi Papá, aprendió; pero nunca terminaría el bachillerato. Los padres de mi Mamá tampoco fueron profesionales. Y hoy, no obstante, estamos aquí, sentados junto a familias cuyas historias, estoy seguro, son muy parecidas. En tres generaciones nos hemos superado. Felicidades.

En tres generaciones hemos visto muchos cambios, también. De estar suprimidos por un liderazgo militar retrógrado, pasamos a gozar de libertades y privilegios que no supimos administrar y que no tardaron en cambiarse por corrupción e insolvencia. El punto más bajo de esta crisis institucional ve una revuelta popular y dos intentos de golpe de Estado: después de reinventarse, el país parecía haber colapsado. El precedente de lo que cambiaría la democracia establecida, había tenido lugar.

En 1992, José Ignacio Cabrujas escribiría en el Diario de Caracas: "Poco pueblo hubo esa madrugada (…) Nada que ver con mi memoria de aquellos días durante la asonada de Castro León, hace (…) tantos años, cuando tanta gente fue a matarse a las puertas de Miraflores. Entonces, la democracia era una razón de vida y no este apoyo desganado, extraído con cuentagotas, al borde de la indiferencia".

Diría que sólo recientemente hemos entendido el valor de lo que está perdido; que ha sido en los últimos cuatro años que nuestra lucha ha reivindicado los valores y los métodos correctos. En sus cuarenta años, la Universidad Simón Bolívar nunca estuvo tan involucrada en lides políticas; y su voz y su voto, ahora, se han añadido a los de otras universidades y otros sectores cuyo reclamo es el mismo.

Quedan lecciones por aprender, no obstante. Hemos perdido la reacción ante la muerte: en 2008 ocurrieron en Venezuela 13.944 homicidios. Trece mil novecientos cuarenta y cuatro; hablando de muertes, ese número nos es tan ajeno como catorce o quince o veinte mil. Es frecuente que, en Caracas, se maten a cincuenta personas en un solo fin de semana; que se maten a menores de edad, por accidente. Y que no se hable de esto, como si la vida fuese un tema de menor importancia. Otros problemas han ocupado nuestra agenda; la inseguridad no es nuestra primera bandera y debe serlo, porque tolerar una cifra de muertes tan absurda nos hace también responsables.

Distinguida audiencia,

Al egresar de la Universidad y dar comienzo a una vida independiente, es ésta la situación que estamos encarando. Es difícil tomar la decisión de quedarse en un país en el que temas tan prioritarios como la inseguridad y la violencia reciben una atención tan precaria. Familias venezolanas alientan a sus hijos a que emigren; parejas de venezolanos toman la decisión de formar a sus familias en el extranjero, buscando mejores condiciones de vida. Y, sin embargo, ¿cómo se construye un país sin nuevos profesionales? ¿A qué cambio puede aspirar una sociedad carente de relevo? La respuesta a estas preguntas da con una contradicción que sólo resuelve alguna forma de sacrificio; y está en nosotros decidir dónde recae.

De modo que son éstas las decisiones que nos están esperando.

Compañeros,

Ánimo.

Si de alguien he aprendido en los últimos años, ha sido de ustedes. Escuchar hablar de ciencia a un docente en un salón de clases, es una oportunidad valiosa; aprender esos conceptos gracias a alguna explicación iluminada entre nosotros, tuvo más significado para mí. Con ustedes fui testigo de cómo un oficio y una vocación se conectan; de cómo puede darse ese prodigio fortuito en que alguien encuentra y hace lo que ama. Eso me ha servido de ejemplo, ha mantenido vivas ciertas aspiraciones individuales. A quiénes lo alcanzaron, mis felicitaciones con el corazón abierto; a quiénes lo siguen buscando todavía, mis palabras de esperanza más sinceras. Estoy convencido de que somos capaces de grandes cosas. Y sean cuáles sean nuestras decisiones de ahora en adelante, el éxito ya es algo tangible; demos entonces el salto: reinventemos esa continuidad en un nivel mucho más alto.