3 de marzo de 2009

1948

Es difícil creer que sesenta y cinco personas mueran en poco menos de tres días y en una sola ciudad. Que cuatrocientos cuarenta y nueve muertos completen el saldo mensual de un espacio físico tan limitado. Y que sea la delincuencia, un problema cotidiano, la causa de todas esas víctimas. Encuentro increíble que un número de esa talla sea parte de nuestra rutina. Que seamos capaces de intentar llevar vidas normales cuando los servicios de una medicatura forense colapsan por haber encontrado tirados en las calles de Caracas diez cadáveres, una mañana. Nuestra mera realidad es algo inverosímil.

Los homicidios que se cometen en el área metropolitana cuentan historias absurdas. El relato de unas muertes en muchos casos fortuitas; y en muchos casos la solución simple que un hombre con un arma en la mano encuentra en un momento dado, cuando es descubierto su crimen. Incluso cuando ese crimen, en primer lugar, no contemplaba el asesinato. La muerte de un maestro pastelero este fin de semana es el lúgubre ejemplo de uno de estos casos. Intentó intervenir en un robo a una familia en Baruta y le dispararon en el cuello. Otras veces las víctimas caen por discusiones cuya simpleza cuestiona duramente el valor real de la vida humana: un albañil de veintidós años que se negó a compartir sus cervezas con unos extraños en la calle recibió, después de haber sido golpeado y lanzado al suelo, un disparo en la espalda cuando intentó levantarse.

La violencia que nos encara diariamente no contempla excepción alguna. No existe la tendencia de una motivación racial o religiosa; o el asesinato inspirado en las diferencias políticas que tanto nos crispan. Es el ejercicio de una ignorancia homicida que a todo contesta con la muerte, acabando por igual con las vidas de un albañil o de un maestro pastelero. O de tres estudiantes de bachillerato y de su chofer, en la funesta conclusión de un secuestro que no se entiende. El riesgo generalizado que nos somete articula una espiral que favorece a esta violencia: y la fuerza del orden público se predispone y actúa, incrementando el saldo. Los tres estudiantes universitarios muertos en Montalbán en 2005 a manos de una policía contrariada son, de esto, un ejemplo lamentable.

La muerte se ha convertido en una forma de respuesta. La respuesta que merecen la resistencia o la intervención solidaria. El diálogo cotidiano entre la vida y el arma de fuego. La seguridad nos es completamente ajena; y el temor de participar en un diálogo tal nos persigue. Temor que ha devenido costumbre; costumbre que cuestiona, en sí misma, el significado de la vida humana. En virtud de estar habituados al miedo, sesenta y cinco muertes en menos de tres días no nos sorprenden. Nos escandalizan, quizá; pero no nos sorprenden. Albañiles, maestros pasteleros y estudiantes mueren motivando en nosotros la indignación de rigor que no tarda en diluirse porque, en fin, ¿de qué habla una indignación que se repite? El esfuerzo constante por eludir una amenaza que no cesa se incluye en la rutina como un hábito más que nos hace cada vez menos sensibles a aquéllos que caen y se van sumando a la estadística.

Como ser humano me siento responsable por no protestar lo suficiente este número de muertos. Por no ponerle fin a esta matanza. Pero: ¿qué es protestar lo suficiente? ¿Se puede uno calmar en la protesta de esta ridícula estadística? ¿En la protesta de una sola muerte, siquiera?

Y, sin embargo, no corresponde al ciudadano combatir directamente este problema. Le corresponde colaborar y participar (si es requerido) de la política que la fuerza del orden público formule en atención a tal y de la solución que implemente. Y de ser ineficaz dicha política, promover el debate de nuevas alternativas o el reemplazo de la autoridad responsable. No es mi intención hacer la crítica de las políticas en ejercicio hoy en día sobre Caracas: cuatrocientas cuarenta y nueve muertes hablan por sí solas. Pero no quiero que quede sin decirse, cuando un titular distinto estrene el periódico mañana, que cuatrocientas cuarenta y nueve son demasiadas muertes. Demasiadas.

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Me pregunto en qué momento nos abandonó la sorpresa; a partir de qué cifra la muerte dejó de impactarnos, un buen día.

Reconozco que muchas veces pasé por alto el significado de esta estadística que hoy intento interpretar. Cuando se habla de la muerte en números tan altos, pierde fuerza la imagen de una vida terminándose.

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- José Stalin: "La muerte de un hombre es una tragedia. La muerte de un millón, una estadística". -

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http://www.youtube.com/watch?v=6omQ5JjjLsE

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Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Adoptada y proclamada por la Resolución 217 A (iii) de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948.

Preámbulo.

Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana;

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Artículo 3

Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.

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