1 de septiembre de 2010

Lo que nos deja Franklin Brito

Hace algunos meses me enviaron por correo la dirección de una página en internet que hacía pública una petición a Franklin Brito para que depusiera su huelga de hambre. El correo me exhortaba a firmar la petición, para persuadir a Brito de una protesta que parecía condenarlo. Lo pensé poco y decidí no firmar. Aunque pienso, como muchos otros, que nada vale tanto como la vida de un hombre, no me sentía en posición de pedirle a Brito nada, mucho menos que abandonara su huelga. Yo no he perdido nada. A mí no me han insultado, no me han encerrado en ningún hospital. Más aún, ¿con qué podía yo compensar a Brito para que dejara de reclamar esas tierras? Con nada.

Algo está muy mal cuando una persona es conducida a un último recurso; cuando no hay otra alternativa que la transgresión y la violencia, incluso si el objeto de éstas dos, crímenes al fin, es el cuerpo propio. La muerte de Brito nos divide, nos cuesta aceptar que fuera ése su último recurso; que a eso hemos llegado, que en ese país vivimos. Pienso en él y trato de buscar alguna salida que evitara su muerte; infiero incluso (quién sabe si le falto el respeto) que fue la rabia de la injusticia y no la fuerza de la necesidad la que lo llevó hasta las últimas consecuencias de su hambre. Pero sé que me equivoco.

Esta noche entiendo su muerte como una conclusión fatídica que no ha sorprendido a nadie. Lamento muchísimo que Brito haya muerto, pero lamento más todo lo que ha arrastrado consigo esa nefasta conclusión: Venezuela es un país en el que las decisiones políticas tienen más valor que los seres humanos. Que el socialismo, y todo lo que se le opone, tienen a un concepto por encima de la vida de un hombre. Que los derechos aquí cuestan sangre. Y hambre. Que el abandono es el orden del día.

Quién sabe si Brito tomaría la decisión de morir por no querer vivir en un país tan injusto. Siento pena por él, pero siento más pena por nosotros: Brito no tiene que vivir en el país que ve morir a uno de los suyos de hambre y por convicción, y que se inhibe por una negligencia generalizada y homicida.