17 de junio de 2010

El Pico Oriental

El tráfico me atrapó en una avenida de Caracas en dirección al Norte, hacia el Ávila. El cielo estaba despejado, se veía muy clara la montaña. Una camioneta avanzaba frente a mí, hacia adelante; la cola se movía muy lento. Detallé las calcomanías en su puerta trasera. Un emblema de Cristo llamó mi atención, sin sorpresa. Era ese símbolo con forma de pescado tan popular, un ícono del Evangelio. Levanté la mirada y di con el Pico Oriental. Me pareció incrédulo el Pico, erguido por encima de todo, incapaz de entender ni de creer. La ciudad se despojó por un momento del concreto y del asfalto, de todo el prodigio de modernidad que aliena el paisaje. Imaginé la Cordillera de la Costa desnuda y sin nombre castellano, un secreto bien guardado del Nuevo Mundo. Pensé en los pueblos indígenas que vivían aquí, que cazaban y recolectaban, que mantenían sus jerarquías, sus dogmas propios. Pensé luego en España, en la civilización y en la cruz; en Diego de Losada, en cómo encontraría este lugar hace cuatrocientos y tantos años, virgen y perfecto. Qué buena decisión tomó fundando aquí una ciudad; sabría sin duda que estaba fundando una capital. La capital de la América Española quizá. Una parte de España que el Rey no visitaría nunca, ajena del imperio al que obedece. Seguía incrédulo el Pico, con un gesto que era casi un testimonio. Había cambiado de raza, de religión, de amo; o había visto esos cambios más bien, los cambios del hombre sobre el hombre. Un balance riguroso no mostraría demasiado progreso. No hay nada esencialmente distinto entre el nativo que venera y el chofer que conduce; nombres y figuras, si algo. Nos une una mística que responde a la vieja inquietud humana de sentirse aterrado y protegido al mismo tiempo, de entenderse en razones que no son razones, de creerse menos solo.

*     *     *

La religión es sólo un rubro, como lo son la igualdad y la vida incluso: cada año y por cada mujer entre veinte y veinticuatro años que muere en Caracas, mueren seis (casi siete) hombres de la misma edad. Quisiera poder comparar estas cifras con cifras del siglo XVI; la modernidad probablemente tendría su saldo en números rojos.

Quizá el balance de nuestra presencia en esta tierra es negativo, después de todo.

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Buen día, señor Ávila.
¿Leyó la prensa ya?
¡Oh, no!... No se moleste:
siga usted viendo el mar,
es decir, continúe
leyendo usted en paz
en vez de los periódicos
el libro de Simbad.
¿Se extraña de la imagen?
Es muy profesional.
¿O es que es obligatorio
llamarlo a usted Sultán
y siempre de Odalisca
tratar a la ciudad?
¡Por Dios, señor, ya Persia
no lee a Omar Khayyám,
y en vez de Syro es Marden
quien manda en el Irán!

Cambiemos, pues, el tropo
por algo más actual:
digamos, por ejemplo,
que usted, pese a su edad
y pese a que en un ojo
tiene una nube (o más),
es un lector celeste
y espléndido, ante el cual
como un gran diario abierto
se tiende la ciudad.
¿Se fija usted? La imagen
no está del todo mal...
¿Que le ha gustado? ¡Gracias!
Volvamos a empezar.

Buen día, señor Ávila,
¿Leyó la prensa ya?
¿Se enteró de que pronto
con un tren de jugar
su solapa de flores
le condecorarán?
¡Oh, no! ¡No, no! No llore,
¿Por qué tomarlo a mal?
Será, se lo aseguro,
un tren de navidad
con el que usted, si quiere,
podrá también jugar.
Serán, sencillamente,
seis cuentas de collar
trepándose en su barba
de viejo capitán.
Tendrá el domingo entonces
un aire de bazar
con sus colgantes cajas
de música que van
de la ciudad al cielo,
del cielo a la ciudad.
¡Adiós, adiós! Los niños
le dirán al pasar
y el niño sube-y-baja
tal vez le cantarán:
usted dormido abajo
refunfuñando: - Bah...!
y arriba los viajeros
cantando el pío-pa.

¿Pero por qué solloza,
si nada le ocurrirá?
¿Le asusta que las kodaks
aprendan a volar?
¿O dígame, es que teme,
¡mi pobre capitán!
que novios y turistas
se puedan propasar
y como a un conde ruso
lo tomen de barmán?
¿Es eso lo que teme?
¡Pues no faltaba más...!
¡Usted de cantinero...!
¡Qué cómico será!
¡Usted, que más que conde
fue en tiempos un Sultán.
Con una nube en el brazo
diciendo: - Oui, madame,
en tanto que la triste
luna de Galipán
le sirve de bandeja
para ofrecer champán...!

Buen día, señor Ávila,
me voy a retirar.
Saludos a San Pedro
y a los hermanos Wright.
(El Ávila lloraba,
llovía en la ciudad).

"Buenos días al Ávila" en Humor y Amor (1970), Aquiles Nazoa